Mircea Eliade (1907-1986) fue un filósofo, historiador de las religiones y novelista rumano. Hablaba y escribía con corrección rumano, francés, alemán, italiano e inglés, y podía también leer hebreo, persa y sánscrito. La mayor parte de su obra la escribió en rumano, francés e inglés. Formó parte del Círculo Eranos. Se le considera uno de los fundadores del estudio de la historia moderna de las religiones. Erudito estudioso de los mitos, Eliade elaboró una visión comparativa de las religiones, hallando relaciones de proximidad entre diferentes culturas y momentos históricos. En el centro mismo de la experiencia religiosa, Eliade situó a lo sagrado, como la experiencia primordial del Homo religiosus.
Su formación como historiador y filósofo lo llevó a profundizar en mitos, sueños y visiones, escribiendo sobre el misticismo y el éxtasis. En la India, estudió el yoga y leyó directamente en sánscrito textos clásicos del hinduismo que no habían sido traducidos a lenguas occidentales. Prolífico escritor, su capacidad de síntesis es notable. De sus escritos suele resaltarse el concepto de hierofanía, con el cual Eliade define la manifestación de lo trascendente en un objeto o fenómeno de nuestro cosmos habitual. Son obras fundamentales suyas Lo sagrado y lo profano, El mito del eterno retorno y su enciclopédica Historia de las creencias y las ideas religiosas, en varios volúmenes.
A continuación, reproducimos un fragmento de su obra Imágenes y símbolos, en la que plasma perfectamente su visión de ambas instancias como cristalización de lo espiritual en la existencia humana.
No hace falta recurrir a los descubrimientos de la psicología profunda, o a los de la técnica surrealista de la escritura automática, para probar que existe en el hombre moderno la supervivencia subconsciente de una mitología abundante y, en cuanto a nosotros, de un género espiritual superior a la vida «consciente». Se puede prescindir de los poetas, o de los psiquismos en crisis, para confirmar la actualidad y la fuerza de las Imágenes y de los Símbolos. La existencia más mediocre está plagada de símbolos. El hombre más realista vive de imágenes. Repetimos, y más adelante se verá con claridad, que jamás desaparecen los símbolos de la actualidad psíquica: los símbolos pueden cambiar de aspecto; su función permanece la misma. Se trata sólo de descubrir sus nuevas máscaras.
La «nostalgia» más abyecta disfraza la «nostalgia del paraíso». Hemos aludido a las imágenes del «paraíso oceánico» que pueblan libros y películas. También pueden analizarse las imágenes que liberan repentinamente una música cualquiera, a veces la romanza más vulgar, y se constatará que estas imágenes revelan la nostalgia de un pasado mitificado, transformado en arquetipo, y que este «pasado» encierra, además de la nostalgia de un tiempo perdido, otros mil sentidos: expresa todo cuanto pudo ser y no fue, la tristeza de toda existencia que no es sino dejando de ser otra cosa, la pena de no vivir en el paisaje y en el tiempo que evoca la romanza (sean cuales fueren los colores locales o históricos : «el tiempo pasado mejor», Rusia de las balalaikas, Oriente romántico, Haití de las películas, millonarios americanos, príncipes exóticos, etc.); en fin de cuentas, el deseo de algo completamente distinto del instante presente; en definitiva, de algo inaccesible o perdido irremediablemente: el «Paraíso».
Lo importante, en estas imágenes de la «nostalgia del paraíso», es que siempre dicen más de lo que podría decir con palabras el sujeto que las ha experimentado. La mayoría de los seres humanos serían, por lo demás, incapaces de referirlas: No es que sean menos inteligentes que otros, es que no confieren demasiada importancia a nuestro lenguaje analítico. Sin embargo, estas imágenes aproximan a los hombres más efectiva y realmente que cualquier lenguaje analítico. En realidad, si existe una solidaridad total del género humano, no puede sentirse y «actualizarse», sino en el nivel de las imágenes (no decimos del subconsciente porque nada prueba que no exista también un transconsciente).
No se ha conferido bastante atención a estas «nostalgias»; tan sólo se han reconocido en ellas fragmentos psíquicos sin significación. Todo lo más, se ha dicho que podían ser interesantes para ciertas investigaciones acerca de las formas de evasión psíquica. Ahora bien, las nostalgias se hallan, a veces, cargadas de significados, que implican la propia situación del hombre; en este aspecto, se imponen tanto al filósofo como al teólogo. Pero no se tomaron en serio; se consideraron «frívolas»: la Imagen del Paraíso perdido, lanzada de pronto por la música de un acordeón, ¡qué tema de estudio más arriesgado! Y es que se olvida cómo la vida del hombre moderno está plagada de mitos medio olvidados, de hierofanías en desuso, de símbolos gastados. La desacralización ininterrumpida del hombre moderno ha alterado el contenido de su vida espiritual pero no ha roto las matrices de su imaginación: un inmenso residuo mitológico perdura en zonas mal controladas.
Por lo demás, la parte más «noble» de la conciencia de un hombre moderno es menos «espiritual» de lo que pudiera creerse. Un análisis rápido descubriría en esta esfera de la conciencia «noble y elevada» algunas reminiscencias librescas, muchos prejuicios de diversos órdenes (religioso, moral, social, estético, etc.), algunas ideas ya acuñadas sobre el «sentido de la vida», la «realidad última», etc. No se pretenda ir a buscar el paradero, por ejemplo, del mito del Paraíso perdido, la imagen del Hombre perfecto, el misterio de la Mujer y del Amor, etc. Todo ello, y otras muchas cosas –secularizado, degradado y maquillado–, se encuentra en el flujo medio consciente de la existencia más ramplona: en los ensueños, las melancolías, en el juego libre de las imágenes durante las «horas vacías» de la conciencia, en las distracciones y en las diversiones de toda índole. Pero, vuelvo a repetir, este tesoro mítico yace aquí «secularizado» y «modernizado». A estas imágenes les ha sucedido lo que Freud ya demostró sucedía con respecto a las alusiones demasiado crudas o realidades sexuales: han cambiado de «forma». Para asegurar su supervivencia, las imágenes se han hecho «familiares». Mas, con esto, su interés no ha disminuido. Porque estas imágenes degradadas ofrecen un punto de partida posible para la renovación espiritual del hombre moderno.
Pensamos que tiene importancia capital encontrar toda una mitología, si no una teología, emboscada en la vida más «vulgar» del hombre moderno: de él depende el remontar la corriente y redescubrir la significación profunda de todas las imágenes marchitas y de todos estos mitos degradados. Que no se nos diga que este desecho no interesa ya al hombre moderno, que pertenece a un «pasado supersticioso» felizmente liquidado por el siglo XIX, que conviene a los poetas, a los niños y a las gentes que van en metro el recuperar imágenes y nostalgias, pero que ¡por caridad! se deje a las personas serias el seguir pensando y «haciendo la historia»: semejante separación entre lo «serio de la vida» y los «sueños» no corresponde a la realidad. Libre es el hombre moderno de despreciar las mitologías y las teologías. Mas por ello no dejará de nutrirse de mitos caídos y de imágenes degradadas. La crisis histórica más terrible del mundo moderno –la segunda guerra mundial y lo que consigo trajo, y tras sí desencadenó– ha demostrado suficientemente que es ilusoria la extirpación de los mitos y de los símbolos.
Incluso en la situación histórica más desesperada (en las trincheras de Stalingrado, en los campos de concentración nazis y soviéticos) los hombres y las mujeres han cantado canciones, han escuchado narraciones (han llegado hasta sacrificar por tenerlas, parte de su escasa ración); esas narraciones no hacían sino actualizar mitos; aquellas canciones estaban cargadas de «nostalgias». Toda la parte del hombre, esencial e imprescriptible, que se llama «imaginación», nada en pleno simbolismo y continúa viviendo de mitos y de teologías arcaicas. Decíamos que al hombre moderno le compete «despertar» este tesoro inestimable de imágenes que lleva consigo mismo; despertar las imágenes para contemplarlas en su pureza virginal y asimilarse su mensaje. Mil veces la sabiduría popular ha significado la importancia de la imaginación incluso para la salud del individuo, para el equilibrio y la riqueza de su vida interior. Algunas lenguas modernas siguen considerando a quien «carece de imaginación» como un ser limitado, mediocre, triste, un pobre desgraciado. Los psicólogos, entre los que se encuentra en primer lugar C. G. Jung, han mostrado hasta dónde los dramas del mundo moderno proceden del profundo desequilibrio de la psique –tanto de la vida individual como de la colectiva–, provocado, en gran parte, por la creciente esterilización de la imaginación. «Tener imaginación» es disfrutar de una riqueza interior de un flujo de imágenes ininterrumpido y espontáneo. Pero, aquí, espontaneidad no quiere decir invención arbitraria. Etimológicamente, «imaginación» es solidaria de imago, «representación, imitación», y de imitare «imitar, reproducir». Esta vez la etimología responde tanto a las realidades psicológicas como a la verdad espiritual. La imaginación imita, modelos ejemplares –las Imágenes–, los reproduce, los reactualiza, los repite indefinidamente. Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad; porque la misión y el poder de las Imágenes es hacer ver todo cuanto permanece refractario al concepto. De aquí procede el que la desgracia y la ruina del hombre que «carece de imaginación» sea el hallarse cortado de la realidad profunda de la vida y de su propia alma.
Al recordar estos principios hemos querido mostrar que el estudio de los simbolismos no es un mero trabajo de pura erudición, sino que, al menos indirectamente, interesa al conocimiento del hombre mismo; es decir, que tiene cabida allí donde se hable de un humanismo nuevo, o de una nueva antropología. Sin duda, el estudio de los simbolismos no será útil verdaderamente más que realizado en colaboración. La estética literaria, la psicología, la antropología filosófica, habrán de tener en cuenta los resultados de la historia de las religiones, de la etnología y del folklore. El historiador de las religiones se halla calificado como nadie para dar un avance dentro del conocimiento de los símbolos; posee documentos a la vez más completos y más coherentes que aquellos que tienen a su disposición el psicólogo o el crítico literario; proceden de las propias fuentes del pensar simbólico. En la historia de las religiones es donde se hallan los «arquetipos»; psicólogos y críticos literarios no tratan sino con variantes aproximativas de estos arquetipos.
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