Anima Mundi es un blog cuya pretensión es la de invitar a los lectores del siglo XXI a conocer la tradición espiritual que ha nutrido a la humanidad. Recogemos textos de todos los tiempos y de todas las culturas cuyo nexo común es el de abrirse a la trascendencia, pues existe una corriente que hermana a las distintas religiones, más allá de sus diferencias aparentes.



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Proclo: dos himnos a los dioses


Proclo (412-485 d. C.), sucesor de sus maestros Plutarco y Siriano al frente de la Academia de Atenas, la presidió durante más de 40 años, en tanto que diádokos o sucesor de Platón. De su obra inmensa se ha conservado varios libros que representan la que se llamaba teología platónica, pues se consideraba divina la obra de Platón, mientras que la de Aristóteles se estudiaba como una introducción a ella. Su obra fundamental es Elementos de teología, que consta de catorce capítulos y trata temas relacionados fundamentalmente con la ontología, la epistemología y la antropología. Son de particular interés los estudios exhaustivos que realiza del proceso completo de la Emanación, la naturaleza de los dioses y la dinámica de las almas en dicho proceso. La noción novedosa del libro es la de «hénades» o «hénadas»: son reflejos del Uno, que poseen identidad propia e independencia ontológica (aunque sean participaciones del Uno), de modo que se les puede considerar como «divinidades», o «bondades» o «unidades divinas». Así, gracias a la idea general de la emanación del Uno y la participación de todos los seres en Él, y la existencia de estas hénadas, Proclo acierta a compaginar el monoteísmo, el politeísmo y la existencia de un universo material, todo ello en un sistema coherente. Reproducimos dos de sus himnos a los dioses.


Himno común a los dioses

Oídme, oh Dioses, vosotros que gobernáis el timón
De la sagrada sabiduría, y que, encendiendo en las
Ánimas de los hombres la llama del deseo del retorno,
Las atraéis hacia los Inmortales, dándoles,
Por las indecibles iniciaciones de los himnos,
El poder de evadirse de la oscura caverna
Y de purificarse. ¡Oídme, poderosos liberadores!
Concededme, por la comprensión de los libros divinos
Y disipando la tiniebla que me rodea, una luz
Pura y santa a fin de que pueda comprender con claridad
Al Dios incorruptible y también al hombre que yo soy.
Que un Daimon perverso jamás,
Asediándome de males, me retenga,
Eternamente cautivo en oleaje del olvido,
¡Alejándome de los Dioses!
Que jamás, una expiación aterradora,
Me encadene en la prisión de la vida (del cuerpo)
Cayendo mi alma en las heladas olas de la generación
Y en las que no quisiera errar demasiado tiempo!
Oídme, vosotros, oh Dioses, soberanos de deslumbrante sabiduría,
Revelad al que se apresura en el sendero ascendente
Del retorno, los santos éxtasis y las iniciaciones
¡Que residen en el corazón de las sagradas palabras!


Himno al Dios Innombrable

Oh Tú, que todo lo trasciendes, que estás más allá de todo,
¿Acaso me es permitido cantarte llamándote de otra manera?
¿Cómo celebrarte, oh Tú, que eres trascendente a todo?
¿Con qué palabras dirigirte alabanzas?
Con ninguna palabra, en efecto, puedes ser nombrado,
Siendo el único sin nombre, engendras, sin embargo,
Todo lo que puede enunciar el verbo.
¿Cómo puede contemplarte la inteligencia?
Pues Tú no puedes ser abarcado por ninguna inteligencia.
Siendo el único Desconocido,
Engendras, sin embargo, todo lo que el espíritu puede conocer.
Todo lo que puede decir la palabra y todo lo que no puede decir la palabra
Te proclama.
Todo lo que puede concebir el espíritu y todo lo que no puede concebir,
Te glorifica.
Los deseos de todos y las dolorosas aspiraciones de todos
Giran alrededor de Ti.
Delante de Ti todo está en adoración
Y todo el que posee el conocimiento del signo
Mediante el cual se Te puede reconocer
Te canta un himno silencioso.
Todo procede de Ti mas Tú no procedes de nada
Y por ello eres solo.
En Ti todo es inmóvil pero todas las cosas
Se unen para precipitarse hacia Ti.
Eres el fin de todo; único y total,
Lo abrazas todo no siendo ni Uno ni Todo.
¡Oh Tú, a quien se invoca bajo nombres tan diversos,
¿Cómo podré llamarte?
¡Oh Tú, que eres el único a quien no puede llamarse!
¿Qué celeste inteligencia podrá deslizarse bajo los velos
Que Te recubren con deslumbrante luz?
Ten piedad de mí, oh Tú, que estás más allá de todo;
¿Acaso me es permitido cantarte llamándote de otra manera?

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Maestro Eckhardt: del desasimiento


Eckhart de Hochheim, más conocido como Maestro Eckhardt (1260-1328) fue maestro dominico de teología en la universidad de París (confiándosele la única cátedra reservada a un extranjero),  fue prior, vicario y provincial en su orden. De su vida personal nada se sabe, pues ni siquiera se conservan cartas suyas. Catedrático y maestro en varios lugares, y principalmente en Colonia desde 1323, donde tuvo como discípulos a Tauler y Suso, fue acusado de herejía por el arzobispo de esta ciudad y procesado por ello, muriendo antes del pronunciamiento de la Iglesia, que condenó 28 de sus frases. Contemporáneo de Alberto Magno y Dante, su enseñanza es especial heredera de Proclo, Dionisio Areopagita, Escoto Erígena. Obras suyas son, en latín, el Libro de la consolación divina  y sus tratados y sermones en alemán, recogidos por los oyentes de su exposición oral. Esta última obra fue editada, aunque no completa, en castellano: Tratados y sermones, Edhasa, Barcelona 1983. Siruela (Madrid, 1998) ha publicado una selección de escritos, El fruto de la nada, en su colección El Arbol del Paraíso. Compartimos un fragmento de uno de sus tratados, titulado Del desasimiento.

He leído muchos escritos tanto de los maestros paganos como de los profetas y del Viejo y del Nuevo Testamento, y he investigado con seriedad y perfecto empeño cuál es la virtud suprema y óptima por la cual el hombre es capaz de vincularse y acercarse lo más posible a Dios, y debido a la cual el hombre puede llegar a ser por gracia lo que es Dios por naturaleza, y mediante la cual el hombre se halla totalmente de acuerdo con la imagen que él era en Dios y en la que no habla diferencia entre él y Dios, antes de que Dios creara las criaturas. Y cuando penetro así a fondo en todos los escritos –según mi entendimiento puede hacerlo y es capaz de conocer– no encuentro sino que el puro desasimiento supera a todas las cosas, pues todas las virtudes implican alguna atención a las criaturas, en tanto que el desasimiento se halla libre de todas las criaturas. Por ello Nuestro Señor le dijo a Marta: "unum est necessarium" (Lucas 10, 42), eso significa lo mismo que: Marta, quien quiere ser libre de desconsuelo y puro, debe poseer una sola cosa o sea el desasimiento.

Los profesores elogian grandemente el amor, como hace San Pablo quien dice: "Cualquier obra que yo haga, si no tengo amor, no soy nada" (Cfr. 1 Cor. 13, 1s.). Yo, en cambio, elogio al desasimiento antes que a todo el amor. En primer término, porque lo mejor que hay en el amor es el hecho de que me obligue a amar a Dios, el desasimiento, empero, obliga a Dios a amarme a mi. Ahora bien, es mucho más noble que yo lo obligue a Dios [a venir] hacia mí en lugar de que me obligue a mí [a ir] hacia Dios. Y ello se debe a que Dios se puede relacionar más intensamente y unir mejor conmigo de lo que yo podría relacionarme con Dios. El que el desasimiento pueda obligar a Dios [a venir] hacia mí, lo demuestro como sigue: cualquier cosa gusta de estar en su lugar propio y natural. Ahora bien, el lugar propio y natural de Dios lo constituyen [la] unidad y [la] pureza que provienen del desasimiento. Por lo tanto, Dios debe entregarse, Él mismo, necesariamente a un corazón desasido. Por otra parte, elogio al desasimiento antes que al amor, porque el amor me obliga a sufrir todas las cosas por Dios, en tanto que el desasimiento hace que yo no sea susceptible de nada que no sea Dios. Ahora, resulta que es mucho más noble no ser susceptible de nada que no sea Dios, antes que sufrir todas las cosas por Dios, porque en el sufrimiento el hombre presta una cierta atención a las criaturas de las cuales proviene el sufrimiento del ser humano, el desasimiento, en cambio, se halla completamente libre de todas las criaturas. Mas, el que el desasimiento no sea susceptible de nada que no sea Dios, lo demuestro así: Cuando alguna cosa ha de ser acogida, debe ser acogida dentro de algo. Resulta empero, que el desasimiento se halla tan cerca de la nada que fuera de Dios no hay ninguna cosa tan sutil que pueda subsistir en el desasimiento. Él es tan simple y tan sutil que bien puede caber en el corazón desasido. Por lo tanto, el desasimiento no es susceptible de nada que no sea Dios.

Los maestros ensalzan también la humildad ante muchas otras virtudes. Mas yo ensalzo el desasimiento ante toda humildad, y lo hago porque la humildad puede subsistir sin desasimiento, pero el desasimiento perfecto no puede subsistir sin la humildad perfecta, porque la humildad perfecta persigue el aniquilamiento perfecto de uno mismo. [Pero] el desasimiento toca tan de cerca a la nada que no puede haber cosa alguna entre el desasimiento perfecto y la nada. Por ende, [el] desasimiento perfecto no puede existir sin [la] humildad. Ahora bien, dos virtudes siempre son mejores que una sola. La segunda razón por la cual elogio al desasimiento más que a la humildad, consiste en que la humildad perfecta se rebaja ante todas las criaturas y en esta humillación el hombre sale de sí mismo en dirección a las criaturas; el desasimiento, en cambio, permanece en sí mismo. Ahora, resulta que ninguna salida puede llegar a ser tan noble que la permanencia dentro de uno mismo no sea mucho más noble. De esto habló el profeta David [diciendo]: "Omnis gloria eius filiae regis ab intus" (Salmo 44, 14), esto quiere decir: "La hija del rey debe todo su honor a su ensimismamiento". El desasimiento perfecto no persigue ningún movimiento, ya sea por debajo de una criatura, ya sea por encima de una criatura; no quiere estar ni por debajo ni por encima, quiere subsistir por sí mismo sin consideración de nadie, y tampoco quiere tener semejanza o desemejanza con ninguna criatura, [no quiere] ni esto ni aquello: no quiere otra cosa que ser. Pero la pretensión de ser esto o aquello, no la desea [tener]. Pues, quien quiere ser esto o aquello, quiere ser algo; el desasimiento, en cambio, no quiere ser nada. Por ello, todas las cosas permanecen libres de él. A este respecto alguien podría decir: Pero si todas las virtudes se hallaban perfectas en Nuestra Señora, entonces debía de haber en ella también el desasimiento perfecto. Luego, si el desasimiento es más elevado que la humildad )por qué se preció Nuestra Señora de su humildad y no de su desasimiento, cuando dijo: "Quia respexit dominus humilitatem ancillae suae", lo cual quiere decir: "Él ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva"? (Lucas 1, 48)... ¿Por qué no dijo ella: Ha puesto sus ojos en el desasimiento de su sierva? A ello contesto, diciendo: En Dios hay desasimiento y humildad, en cuanto podamos hablar de virtudes en Dios. Ahora, has de saber que su humildad llena de amor, lo movió a Dios a que se inclinara a la naturaleza humana, mientras su desasimiento se mantenía inmóvil en sí mismo, tanto cuando se hizo hombre como cuando creó el cielo y la tierra, según te diré más adelante. Y como Nuestro Señor, cuando quiso hacerse hombre, permaneció inmóvil en su desasimiento, Nuestra Señora entendió bien que le pedía lo mismo también a ella y que Él, en este caso, tenía puestos sus ojos en la humildad de ella y no en su desasimiento. Por eso, ella se mantenía inmóvil en su desasimiento y se preció de su humildad y no de su desasimiento. Y si ella hubiera recordado, aunque hubiese sido con una sola palabra, su desasimiento de modo que hubiera dicho: El ha puesto sus ojos en mi desasimiento, esto habría empañado su desasimiento que ya no habría sido ni entero ni perfecto porque se habría producido un efluvio [del desasimiento]. Mas no puede haber ningún efluvio por insignificante que sea, sin que el desasimiento sea manchado. Y ahí tienes la razón por la cual Nuestra Señora se preciaba de su humildad y no de su desasimiento. Por eso dijo el profeta: "audiam, quid loquatur in me dominus deus" (Salmo 84, 9), esto quiere decir: "Yo quiero callar y quiero escuchar lo que mi Dios y mi Señor le diga a mi fuero íntimo", como si dijera: Si Dios me quiere hablar que se adentre en mí porque yo no quiero salir.

Ensalzo también el desasimiento ante toda misericordia, porque la misericordia no es sino el hecho de que el hombre salga de sí mismo en dirección a las aflicciones de sus semejantes, con lo cual se entristece su corazón. El desasimiento se mantiene libre de eso y permanece en sí mismo y no se deja entristecer por nada porque, mientras algo puede entristecer al hombre, éste no anda bien encaminado. En resumen, cuando miro todas las virtudes, no encuentro ninguna tan completamente inmaculada y tan capaz de relacionar con Dios como lo es el desasimiento.

Hay un maestro llamado Avicena que dice: La nobleza del espíritu que se mantiene desasido es tan grande que cualquier cosa que vea, es verdadera y cualquier cosa que pida, le está concedida y en cualquier cosa que mande, se le debe obedecer. Y has de saber con certeza: Cuando el espíritu libre se mantiene en verdadero desasimiento, lo obliga a Dios a [acercarse] a su ser; y si fuera capaz de estar sin ninguna forma ni accidente, adoptaría el propio ser de Dios. Pero este [ser] no lo puede dar Dios a nadie fuera de Él mismo; por lo tanto, Dios no le puede hacer al espíritu desasido otra cosa que dársele Él mismo. Y el hombre que se halle así en perfecto desasimiento, será elevado a la eternidad, en forma tal que ninguna cosa perecedera lo pueda conmover, que no sienta nada que sea corpóreo, y se dice que está muerto para el mundo porque no le gusta nada que sea terrestre. A esto se refirió San Pablo cuando dijo: "Vivo y, sin embargo, no vivo; Cristo vive en mí" (Gal. 2, 20).

Ahora preguntarás acaso: ¿Qué es el desasimiento ya que es tan noble en sí mismo? A este respecto debes saber que el verdadero desasimiento no consiste sino en el hecho de que el espíritu se halle tan inmóvil frente a todo cuanto le suceda, ya sean cosas agradables o penosas, honores, oprobios y difamaciones, como es inmóvil una montaña de plomo ante [el soplo de] un viento leve. Este desasimiento inmóvil lo lleva al hombre a la mayor semejanza con Dios. Porque el que Dios sea Dios, se debe a su desasimiento inmóvil y gracias a éste Él tiene su pureza y su simpleza y su inmutabilidad. Y por eso, si el hombre ha de asemejarse a Dios –en cuanto una criatura pueda tener semejanza con Dios– esto debe suceder mediante el desasimiento. Luego, este [último] arrastra al hombre a la pureza y desde la pureza a la simpleza y de la simpleza a la inmutabilidad; y estas cosas producen semejanza entre Dios y el hombre; y la semejanza debe darse en la gracia, ya que la gracia arrebata al hombre separándolo de todas las cosas seculares, y lo purifica de todas las cosas perecederas. Y has de saber: estar vacío de todas las criaturas significa estar lleno de Dios, y estar lleno de todas las criaturas, significa estar vacío de Dios.

Ahora has de saber que Dios, antes de existir el mundo, se ha mantenido –y sigue haciéndolo– en este desasimiento inmóvil, y debes saber [también]: cuando Dios creó el cielo y la tierra y todas las criaturas, [esto] afectó su desasimiento inmóvil tan poco como si nunca criatura alguna hubiera sido creada. Digo más todavía: Cualquier oración y obra buena que el hombre pueda realizar en el siglo, afecta el desasimiento divino tan poco como si no hubiera ninguna oración ni obra buena en lo temporal, y a causa de ellas Dios nunca se vuelve mas benigno ni mejor dispuesto para con el hombre que en el caso de que no hiciera nunca ni una oración ni las obras buenas. Digo mas aún: Cuando el Hijo en la divinidad quiso hacerse hombre y lo hizo y padeció el martirio, esto afecto el desasimiento inmóvil de Dios tan poco como si nunca se hubiera hecho hombre. Ahora podrías decir: Entonces oigo bien que todas las oraciones y todas las buenas obras se pierden [=son inútiles] porque Dios no se ocupa de ellas [en el sentido de] que alguien lo pueda conmover con ellas y, sin embargo, se dice que Dios quiere que se le pidan todas las cosas. En este punto deberías escucharme bien y comprender perfectamente –siempre que seas capaz de hacerlo– que Dios en su primera mirada eterna –con tal de que podamos suponer una primera mirada– miró todas las cosas tal como sucederían, y en esta misma mirada vio cuándo y cómo iba a crear a las criaturas y cuándo el Hijo quería hacerse hombre y debía padecer; vio también la oración y la buena obra más insignificante que alguien iba a hacer, y contempló cuáles de las oraciones y devociones quería o debía escuchar; vio que mañana tú lo invocarás y le pedirás con seriedad, y esta invocación y oración Dios no las quiere escuchar mañana, porque [ya] las ha escuchado en su eternidad antes de que tú te hicieras hombre. Mas, si tu oración no es ferviente y carece de seriedad, Dios no te quiere rechazar ahora, porque [ya] te ha rechazado en su eternidad. Y de esta manera Dios ha contemplado con su primera mirada eterna todas las cosas, y Dios no obra nada de nuevo porque todas son cosas pre-operadas. Y de este modo Dios se mantiene, en todo momento, en su desasimiento inmóvil y, sin embargo, por eso no son inútiles la oración y las buenas obras de la gente, pues quien procede bien, recibe también buena recompensa, quien procede mal, recibe también la recompensa que corresponde. Esta idea la expresa San Agustín en "De la Trinidad", en el último capitulo del libro quinto, donde dice lo siguiente: "Deus autem", etcétera, esto quiere decir: "No quiera Dios que alguien diga que Dios ama a alguna persona de manera temporal, porque para Él nada ha pasado y tampoco es venidero, y Él ha amado a todos los santos antes de que fuera creado el mundo, tal como los había previsto. Y cuando llega el momento de que Él hace visible en el tiempo lo contemplado por Él en la eternidad, la gente se imagina que Dios les ha dispensado un nuevo amor; [mas] es así: cuando Él se enoja o hace algún bien, nosotros cambiamos y Él permanece inmutable, tal como la luz del sol permanece inmutable en sí misma". A idéntica idea alude Agustín en el cuarto capítulo del libro doce de "De la Trinidad" donde dice así: "Nam deus non ad tempus videt, nec uliquid fit novi in eius visione", "Dios no ve a la manera temporal y tampoco surge en Él ninguna visión nueva". A este pensamiento se refiere también Isidoro en el libro "Del bien supremo", donde dice lo siguiente: "Mucha gente pregunta: ¿Qué es lo que hizo Dios antes de crear el cielo y la tierra, o cuando surgió en Dios la nueva voluntad de crear a las criaturas?" Y contesta así: "Nunca surgió una nueva voluntad en Dios, pues si bien es así que la criatura en ella misma no existía", como lo hace ahora, "existía, sin embargo, en Dios y en su razón desde la eternidad". Dios no creó el cielo y la tierra tal como nosotros decimos en el transcurso del tiempo: "¡Hágase esto!" porque todas las criaturas están enunciadas en la palabra eterna. A este respecto podemos alegar también lo dicho por Nuestro Señor a Moisés, cuando Moisés le dijera a Nuestro Señor: "Señor, si Faraón me pregunta quién eres ¿qué debo contestarle?", entonces respondió Nuestro Señor: "Dile pues que, El que es, me ha enviado" (Cfr. Éxodo 3, 13 s.) Esto significa lo mismo que: El que es inmutable en sí mismo, me ha enviado.

¿Alguien podría decir entonces: "Cristo tuvo también un desasimiento inmóvil cuando dijo: 'Mi alma está entristecida hasta la muerte' (Mateo 26, 38 y Marcos 14, 34) y María, cuando estaba al pie de la cruz y se habla mucho de sus lamentaciones?... ¿cómo concuerda todo esto con el desasimiento inmóvil? A este respecto debes saber que –según dicen los maestros– hay en cualquier hombre dos clases de hombre: uno se llama el hombre exterior, eso es la sensualidad; a este hombre le sirven los cinco sentidos y, sin embargo, el hombre exterior obra en virtud del alma. El otro hombre se llama el hombre interior, eso es la intimidad del hombre. Ahora has de saber que un hombre espiritual que ama a Dios, no emplea las potencias del alma en el hombre exterior sino en la medida en que lo necesitan forzosamente los cinco sentidos; y lo interior se vuelve hacia los cinco sentidos sólo en cuanto es conductor y guía de los cinco sentidos y los protege para que no se entreguen a su objeto en forma bestial, según hacen algunas personas que viven de acuerdo con su voluptuosidad carnal al modo de las bestias irracionales; y semejantes gentes antes que gente se llaman con más razón animales. Y las potencias que posee el alma mas allá de lo que dedica a los cinco sentidos, las da todas al hombre interior, y cuando este hombre tiene un objeto elevado [y] noble, el [alma] atrae hacia sí todas las potencias que ha prestado a los sentidos, y de este hombre dicen que está fuera de sí y arrobado porque su objeto es una imagen racional o algo racional sin imagen. Pero debes saber que Dios espera de cualquier hombre espiritual que lo ame con todas las potencias del alma. Por esto dijo: "Amarás a tu Dios de todo corazón" (Cfr. Marcos 12, 30; Lucas 10, 27). Ahora bien, hay algunas personas que gastan las potencias del alma completamente en [provecho] del hombre exterior. Esta es la gente que dirige todos sus sentidos y entendimiento hacia los bienes perecederos; no saben nada del hombre interior. Debes saber pues, que el hombre exterior puede actuar y, sin embargo, el hombre interior se mantiene completamente libre de ello e inmóvil. Resulta que en Cristo hubo también un hombre exterior y un hombre interior, y lo mismo [vale] para Nuestra Señora; y todo cuanto Cristo y Nuestra Señora dijeron alguna vez sobre cosas externas, lo hicieron según el hombre exterior, y el hombre interior se mantenía en un desasimiento inmóvil. Y así habló [también] Cristo cuando dijo: "Mi alma está entristecida hasta la muerte" (Mateo 26, 38 y Marcos 14, 34), y pese a todos los lamentos de Nuestra Señora y a otras cosas que hacía, su intimidad siempre se mantuvo en inmóvil desasimiento. Escucha para ello una comparación: Una puerta se abre y cierra en un gozne. Ahora comparo la hoja externa de la puerta al hombre exterior y el gozne al hombre interior. Entonces, cuando la puerta se abre y cierra, la hoja exterior se mueve de acá para allá y el gozne permanece, no obstante, inmóvil en el mismo lugar y esto es la causa de que no cambie nunca. Lo mismo sucede en nuestro caso, supuesto que lo sepas entender bien.

Con referencia a ello pregunto ahora ¿cuál es el objeto del desasimiento puro? Contesto como sigue, diciendo que ni esto ni aquello constituye el objeto del desasimiento puro. [Porque] éste se yergue sobre la nada desnuda y te diré por qué es así: El desasimiento puro está situado sobre lo más elevado. Se yergue pues, sobre lo más elevado aquel en que Dios puede obrar de acuerdo con toda su voluntad. Resulta, empero, que Dios no puede obrar en todos los corazones según su entera voluntad porque Dios, si bien es todopoderoso, no puede obrar sino en la medida en que encuentra o crea una predisposición. Y digo "o crea" a causa de San Pablo porque en él no encontró la predisposición, pero lo preparó mediante la infusión de la gracia. Por eso digo: Dios obra en la medida en que halla predisposición. Su operación es distinta en el hombre y en la piedra. Para ello encontramos un símil en la naturaleza: Cuando se hace fuego en un horno y se coloca adentro una masa de avena y una de cebada y una de centeno y una de trigo, no hay más que un solo calor en el horno y, sin embargo, aquél no opera del mismo modo en las masas, porque una llega a ser pan blanco, la otra se vuelve más morena y la tercera más negra aún. Y la culpa de ello no la tiene el calor sino la masa porque es distinta. Igualmente, Dios no opera del mismo modo en todos los corazones, sino que obra según la disposición y susceptibilidad que halla. Pues bien, en el corazón en el que hay "esto" y "aquello", puede haber algo en "esto" o "aquello" a causa de lo cual Dios no puede obrar de la manera más elevada. Por ello, si el corazón ha de tener una disposición para lo más elevado, tiene que estar situado sobre la nada desnuda, y en esto reside también la mayor posibilidad que pueda haber. Dado que el corazón desasido se halla sobre lo más elevado, ha de ser sobre la nada porque en esta se contiene la mayor susceptibilidad. Toma para ello un símil de la naturaleza. Si quiero escribir sobre una tabla de cera, no puede haber nada escrito en la tabla, no importa lo noble que sea, sin que ello me impida que yo escriba sobre dicha [tabla]; y si quiero escribir, no obstante, tengo que tachar y anular todo cuanto esté escrito en la tabla, y ésta nunca se me presta tanto para escribir como cuando no hay en ella nada escrito. Del mismo modo: si Dios ha de escribir en mi corazón de la manera más elevada, tiene que salir del corazón todo cuanto se llama "esto" y "aquello", así son las cosas con el corazón desasido. Por eso, Dios puede obrar en él del modo más elevado y según su voluntad altísima. De ahí que el objeto del corazón desasido no es ni "esto" ni "aquello".

Mas, ahora pregunto yo: ¿cuál es la oración del corazón desasido? Contesto diciendo que la pureza desasida no puede rezar, pues quien reza desea que Dios le conceda algo o solicita que le quite algo. Ahora bien, el corazón desasido no desea nada en absoluto, tampoco tiene nada en absoluto de lo cual quisiera ser librado. Por ello se abstiene de toda oración, y su oración sólo implica ser uniforme con Dios. En esto se basa toda su oración. En este sentido podemos traer a colación lo dicho por San Dionisio con respecto a la palabra de San Pablo donde éste dice: "Son muchos quienes corren detrás de la corona y, sin embargo, uno solo la consigue" (Cfr. 1 Cor. 9, 24) –todas las potencias del alma corren para obtener la corona y, sin embargo, la consigue sólo la esencia– Dionisio dice pues: La carrera no es otra cosa que el apartamiento de todas las criaturas y el unirse dentro de lo increado. Y el alma, cuando llega a esto, pierde su nombre y Dios la atrae hacia su interior de modo que se anonada en sí misma, tal como el sol atrae hacia sí el arrebol matutino de manera que éste se anonada. A tal punto nada lo lleva al hombre a excepción del puro desasimiento. A este respecto podemos referirnos también a la palabra pronunciada por Agustín: El alma tiene una entrada secreta a la naturaleza divina donde se le anonadan todas las cosas. En esta tierra la tal entrada no es sino el desasimiento puro. Y cuando el desasimiento llega a lo más elevado, se vuelve carente de conocimiento a causa del conocimiento, y carente de amor a causa del amor y oscura a causa de la luz. En este sentido podemos citar también lo dicho por un maestro: Los pobres en espíritu son aquellos que le han dejado a Dios todas las cosas, tal como las tenía cuando nosotros todavía no existíamos. Semejante cosa no la puede hacer nadie sino un corazón acendradamente desasido. El que Dios prefiera morar en un corazón desasido antes que en todos los corazones, lo conocemos por lo siguiente: Si tú me preguntas: ¿Qué es lo que Dios busca en todas las cosas? te contesto [con una cita] del Libro de la Sabiduría; allí dice: "¡Busco descanso en todas las cosas!" (Eclesiástico 24, 11). Mas no hay descanso absoluto en ninguna parte con la única excepción del corazón desasido. Por eso Dios prefiere morar allí antes que en otras virtudes o en cualquier cosa. Has de saber también: Cuanto más se empeñe el hombre en ser susceptible del influjo divino, tanto más bienaventurado será; y quien es capaz de ubicarse dentro de la disposición más elevada, se mantiene también en la bienaventuranza suprema. Ahora bien, ningún ser humano se puede hacer susceptible del influjo divino si no tiene uniformidad con Dios, porque en la medida en que cada cual es uniforme con Dios, en la misma medida es susceptible del influjo divino. Ahora bien, la uniformidad proviene del hecho de que el hombre se somete a Dios; y en la medida en la cual el hombre se somete a las criaturas, en la misma medida es menos uniforme con Dios. Pues bien, el corazón acendradamente desasido se abstiene de todas las criaturas. Por lo tanto se halla completamente sometido a Dios y por eso se mantiene en suprema uniformidad con Dios y es también lo más susceptible del influjo divino. En esto pensó San Pablo cuando dijo: "¡Revestíos de Jesucristo!" (Rom. 13, 14), y lo que quiere decir es: en uniformidad con Cristo, y esto de revestirse no puede suceder sino mediante la uniformidad con Cristo. Y sabe: Cuando Cristo se hizo hombre no tomó para sí [el ser de] determinado hombre sino la naturaleza humana. Deshazte, pues, de todas las cosas, entonces queda sólo aquello que tomó Cristo, y de esta manera te has revestido de Cristo.

Quien quiere reconocer, pues, la nobleza y la utilidad del perfecto desasimiento, que se fije en las palabras de Cristo relativas a su humanidad cuando dijo a sus discípulos: "Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Espíritu Santo no vendrá a vosotros" (Juan 16, 7). Es justamente como si dijera: Habéis proyectado demasiado placer en mi apariencia presente, por ello no podéis tener el placer perfecto del Espíritu Santo. Por eso, despojaos de las imágenes y uníos con la esencia carente de forma, ya que el consuelo espiritual de Dios es sutil; de ahí que no sea ofrecido a nadie que no haya renunciado al consuelo terrestre.

¡Prestad atención, pues, todas las personas sensatas! Nadie está más animado que aquel que se mantiene en el mayor desasimiento. Nunca puede haber consuelo corpóreo y terrestre sin perjuicio espiritual, "porque la carne tiene deseos contrarios contra el espíritu y el espíritu contra la carne" (Gal. 5, 17). Por ende, quien siembra un amor desordenado en la carne (Cfr. Gal. 6, 8) cosecha la muerte eterna; y quien siembra en el espíritu un amor como corresponde, cosecha del espíritu la vida eterna. Por lo tanto, cuanto más rápido el hombre huya de lo creado, tanto más rápido correrá a su encuentro el Creador. ¡En este punto, prestad atención, todas las personas sensatas! Como el placer que podríamos sentir ante la apariencia corpórea de Cristo le pone trabas a nuestra susceptibilidad frente al Espíritu Santo, ¡cuánto mayores serán las trabas que nos pone frente a Dios el placer desordenado con el que anhelamos perecederos consuelos! por eso, el desasimiento es lo mejor de todo, ya que purifica el alma y acendra la conciencia e inflama el corazón y despierta el espíritu y agiliza el ansia y conoce a Dios y aparta a la criatura y se une con Dios.

¡Ahora, prestad atención, todas las personas sensatas! El animal más rápido que os lleva a esta perfección, es el sufrimiento, porque nadie goza más de la eterna dulzura que aquellos que se hallan con Cristo en medio de la mayor de las amarguras. No hay nada más bilioso que el sufrir y no hay nada más melifluo que el haber-sufrido; ante la gente, nada desfigura más al cuerpo que el sufrimiento, mas ante Dios, nada adorna más al alma que el haber-sufrido. El fundamento más firme sobre el cual puede erguirse esta perfección, es la humildad porque el espíritu de aquel cuya naturaleza se arrastra aquí en el rebajamiento máximo, levanta vuelo hacia lo más elevado de la divinidad, pues el amor trae sufrimiento y el sufrimiento trae amor. Y por lo tanto, quien desea alcanzar el perfecto desasimiento, que corra tras la perfecta humildad, así se acercará a la divinidad.

Que nos ayude el Desasimiento supremo el cual es Dios mismo, para que esto nos suceda a todos. Amén.

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Suso: el Libro de la eterna sabiduría


Heinrich Seuse, o Enrique Susón, o Suso, fue un místico alemán que vivió en las primeras décadas del s. XIV, siendo su biografía bastante oscura, por lo demás. Suso y su amigo Juan Taulero o Tauler) fueron discípulos del Maestro Eckhart, formando los tres el núcleo de la escuela de misticismo de Renania. Como poeta lírico y trovador de la sabiduría divina, Suso exploró con intensidad psicológica las verdades espirituales de la filosofía mística de Eckhart. Sus devotas obras fueron sumamente populares a finales de la Edad Media. En su Libro de la eterna sabiduría, escrito hacia 1330 en Constanza, Suso aborda los aspectos prácticos del misticismo. La última obra, que también tradujo al latín con el título de Horologium sapientiae (El reloj de la sabiduría) ha sido considerada como la mejor obra del misticismo alemán. Su fe es puramente medieval, inspirada por el romanticismo de la época de la caballería, el individualismo, la introspección filosófica y las tendencias anti-católicas que hicieron este movimiento místico en sus últimas manifestaciones tan importantes y precursoras de la Reforma están ausentes en Suso. Reproducimos un breve extracto del Libro de la eterna sabiduría, extraído de esta página, donde están disponibles otros fragmentos de la misma obra.

 Discípulo. – Ahora, Sabiduría Eterna, tenéis que enseñar a vuestro discípulo cómo debe resignarse en manos de Dios y descansar en Él. Os suplico me digáis cómo podré conseguir esto.

Sabiduría.– Cualquier alma puede volver a su origen que es Dios si comprende la unidad del mismo; es decir, que Dios es el primer principio de todo lo que es, y que es una esencia incomprensible, y sin nombre, toda vez que lo que no puede comprenderse no puede nombrarse adecuadamente. Y así todo lo que la inteligencia humana atribuye a Dios y afirma de El, es nada. Solamente la negación puede definirle, porque Dios no es ninguna de sus criaturas, sino una esencia infinita, impenetrable, superior a todo lo creado; un espíritu que posee la plenitud del ser, que se comprende a sí mismo, que es en sí y por sí el principio y fin de todas las cosas. Aquí en este océano es donde empiezan y donde acaban los hombres justos y resignados en Dios. Olvídanse de sí mismos, y se pierden en Dios por medio de un abandono sobrenatural y perfecto.

Discípulo. – Siendo Dios una esencia simple, ¿cómo es que le darnos los nombres de Sabiduría, Justicia, Misericordia...? ¿Cómo se compagina esa multiplicidad de nombres con la absoluta unidad de su esencia?

La Sabiduría. – Esta multitud de atributos o nombres aplicados al ser divino son una unidad perfecta.

Discípulo. – ¿Qué es el ser divino?

La Sabiduría. – Es la fuente de donde salen todas las emanaciones divinas y todas las comunicaciones de lo alto.

Discípulo. – ¿Cuál es esta fuente, Señor?

La Sabiduría. – La facultad y poder omnipotente

Discípulo. – ¿Y qué es esta facultad o poder?.

La Sabiduría – La misma naturaleza divina, en la cual el Padre es el principio del ser, de la generación y de la operación.

Discípulo. – ¿No son una misma cosa Dios y la Divinidad?

La Sabiduría. – Sí, la misma; pero la Divinidad no engendra ni obra, sino que quien engendra y obra es Dios; y de aquí proviene la diversidad de personas que la inteligencia humana distingue de la esencia divina, si bien en sí son una misma cosa, dado que en la naturaleza divina no hay más que una esencia. Las relaciones de la personas, por otra parte, nada añaden a esta esencia, si bien es cierto que se distinguen entre sí. La naturaleza divina no es mas simple en sí misma que en el Padre o en el Hijo o en el Espíritu Santo. La imaginación engaña en la contemplación de este misterio, porque hay que conocerlo a la manera de las cosas creadas.

Discípulo. – ¡Oh, qué simplicidad más incomprensible! Decidme, eterna Sabiduría, ¿qué eran en Dios las cosas antes de que fueran creadas?

La Sabiduría. – Estaban en Dios como en un ejemplar o modelo eterno.

Discípulo. – ¿Y qué es este ejemplar eterno?

La Sabiduría. – Es la misma esencia de Dios en cuanto se comunica y se da a conocer a las criaturas. En la idea eterna, las cosas creadas no son distintas de Dios, sino que participan de su esencia, su vida, su poder; son Dios en Dios, se confunden con Dios, y no son inferiores a Él. Pero desde que salen de Dios por la creación, tienen ya una forma, una substancia, una esencia particular y distinta de Dios: y de este modo, en su origen de Dios son Dios por parte del principio de donde proceden, y en cuanto criaturas tienen a Dios por Creador.

Discípulo. – ¿Es más noble y más elevada la esencia de la criatura en Dios que en sí misma?

La Sabiduría. – La esencia de la criatura en Dios, no es criatura. La creación para las cosas es más útil que la esencia que tenían en Dios, porque la criatura no se confunde eternamente con Dios, sino que por medio de la creación Dios ordena divinamente todas las cosas creadas; ellas penden naturalmente de su principio, y como proceden de Dios, a Dios vuelven.

Discípulo. – Pues entonces, ¿de dónde proviene el pecado, la maldad, el infierno, el Purgatorio, los malos espíritus, si es cierto que toda criatura de Dios procede y a Dios vuelve?

La Sabiduría. – Las criaturas inteligentes y libres también deben volver a su principio, que es Dios; pero muchas no lo hacen, sino que se paran en sí mismas por un acto voluntario de orgullo y de locura. De aquí los malos espíritus y la maldad.

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Anima Mundi es un blog cuya pretensión es la de invitar a los lectores del siglo XXI a conocer la tradición espiritual que ha nutrido a la humanidad. Recogemos textos de todos los tiempos y de todas las culturas cuyo nexo común es el de abrirse a la trascendencia, pues existe una corriente que hermana a las distintas religiones, más allá de sus diferencias aparentes.



ESTUDIOS

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FUENTES

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Las perlas de Schuon


Reproducimos este conjunto de textos del suizo Frithjof Schuon (1907-1998), un filósofo, metafísico, pintor y poeta que fue reconocido en vida como una autoridad mundial en materia de espiritualidad. Se adscribió a la corriente metafísica de Shankara y Platón y difundió el Tradicionalismo y la Religio Perennis, a través de sus escritos en publicaciones sobre religiones comparadas. A pesar de que no estaba afiliado oficialmente con el mundo académico, sus escritos fueron publicados en revistas científicas y filosóficas, y leídos con devoción por los estudiosos de la religión comparada y la espiritualidad. La crítica del relativismo del mundo académico moderno es uno de los principales aspectos de las enseñanzas de Schuon. En sus enseñanzas, Schuon expresa su fe en un principio absoluto, Dios, que gobierna el universo y al que nuestras almas regresarían después de la muerte. Para Schuon las grandes revelaciones son el vínculo entre este absoluto principio de Dios y la humanidad. Escribió la mayor parte de su obra en francés. En los últimos años de su vida Schuon compuso algunos volúmenes de poesía en su lengua materna, el alemán. Sus artículos en francés se recogieron en una veintena de títulos, que más tarde fueron traducidos a muchos otros idiomas. Los principales temas de su prosa, así como sus composiciones poéticas son doctrina metafísica y el método espiritual. Pueden leerse más textos del autor en este enlace.


La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, o entre lo Permanente y lo impermanente; y la función esencial de la voluntad es el apego a lo Permanente o a lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia de toda espiritualidad; y llevados a su grado más elevado, o reducidos a su substancia más pura, constituyen, en todo gran patrimonio espiritual de la humanidad, la universalidad subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis; es a ésta a la que se adhieren los sabios, al tiempo que se fundan necesariamente en elementos de institución divina.

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Una de las claves para la comprensión de nuestra verdadera naturaleza y de nuestro destino último es el hecho de que las cosas terrenas nunca están proporcionadas a la extensión real de nuestra inteligencia. Esta, o está hecha para lo Absoluto, o no es; sólo lo Absoluto permite a nuestra inteligencia poder enteramente lo que ella puede, y ser enteramente lo que es. Lo mismo para la voluntad, que, por lo demás, no es sino una prolongación, o un complemento, de la inteligencia: los objetos que ella se propone más de ordinario, o que la vida le impone, no alcanzan su envergadura «total»; sólo la «dimensión divina» puede satisfacer la sed de plenitud de nuestro querer o de nuestro amor.

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La Vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad hay que pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad.

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Para ser feliz, el hombre debe tener un centro; ahora bien, este centro es ante todo la certeza del Uno. La mayor calamidad es la pérdida del centro y el abandono del alma a los caprichos de la periferia. Ser hombre es estar en el centro; es ser centro.

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El alma debe sustraerse a la dispersión del mundo; es la cualidad de interioridad. Después la voluntad debe vencer a la pasividad de la vida; es la cualidad de actualidad. Por último, el espíritu debe trascender la inconsciencia del ego; es la cualidad de simplicidad. Percibir intelectualmente la Substancia, más allá del estrépito de los accidentes, es realizar la simplicidad. Ser uno es ser simple; pues la simplicidad es al Uno lo que la interioridad es al centro y lo que la actualidad es al presente.

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En lugar de amar el mundo hay que estar enamorado de lo interior, que está más allá de las cosas, más allá de lo múltiple, más allá de la existencia. Asimismo, hay que estar enamorado del puro Ser, que está más allá de la acción y más allá del pensamiento.

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El amor de Dios es en primer lugar la adhesión de la inteligencia a la Verdad, después la adhesión de la voluntad al Bien, y por último la adhesión del alma a la Paz que dan el Verdad y el Bien.

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La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y los límites y libera; así, al ama de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.

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La virtud es la conformidad del alma al Modelo divino y a la obra espiritual; conformidad o participación. La esencia de las virtudes es el vacío ante Dios, el cual permite a las Cualidades divinas entrar en el corazón e irradiar en el alma. La virtud es la exteriorización del corazón puro.

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Esforzarse hacia la perfección: no porque queremos ser perfectos para nuestra gloria, sino porque la perfección es bella y la imperfección es fea; o porque la virtud es evidente, es decir, conforme a lo Real.

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La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en ídolo; y la virtud vinculada a Dios se convierte en santidad, como la belleza vinculada a Dios se convierte en sacramento.

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Cuando Dios está ausente, el orgullo llena el vacío.

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El fundamento de la ascensión espiritual es que Dios es puro Espíritu y que el hombre se le asemeja fundamentalmente por la inteligencia; el hombre va hacia Dios mediante lo que, en él, es más conforme a Dios, a saber, el intelecto, que es a la vez penetración y contemplación y cuyo contenido (sobrenaturalmente natural) es lo Absoluto, que ilumina y libera.

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La consciencia del Ser, o de la divina Substancia, nos libera de la estrechez, de la agitación, del estrépito y de la mezquindad; es dilatación, calma, silencio y grandeza. Todo hombre ama en su fuero interno el puro Ser, la inviolable Substancia, pero este amor está oculto bajo una capa de hielo. Todo amor es en el fondo una tendencia del accidente hacia la Substancia y, por ello mismo, un deseo de extinción.

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La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.

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La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.

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La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que solo Dios procura.

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El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.

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Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se trasparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las relatividades una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.

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La razón suficiente de la inteligencia humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: el conocimiento del Bien Supremo y, por consiguiente, de todo lo que se refiere a él directa o indirectamente. Así mismo, la razón suficiente de la voluntad humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: la elección del Bien Supremo y, por consiguiente, la práctica de todo lo que lleva a él. Y también, la razón suficiente del amor humano es aquello de lo que sólo él es capaz, a saber: el amor del Bien Supremo y de todo lo que testimonia de él.

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El hombre no puede sustraerse al deber de hacer el bien, incluso le es imposible, en las condiciones normales, no hacerlo; pero es importante que sepa que es Dios quien actúa. La obra meritoria es de Dios, pero nosotros participamos en ella; nuestras obras son buenas –o mejores– en la medida en que estamos penetrados de esta consciencia.

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El sueño habitual del hombre ordinario vive del pasado y del porvenir; el corazón está como suspendido en el pasado y al mismo tiempo es como arrastrado por el futuro, en vez de reposar en el Ser. Dios es Ser, en el sentido absoluto, El es inmutable y omnisciente; El ama lo que es conforme al Ser.

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Todo está ya dicho, e incluso bien dicho; pero siempre es necesario recordarlo de nuevo, y al recordarlo, hacer lo que siempre se ha hecho: actualizar en el pensamiento las certidumbres contenidas, no en el ego pensante, sino en la substancia transpersonal de la inteligencia humana. Humana, la inteligencia es total, luego esencialmente capaz de absoluto y, por eso mismo, del sentido de lo relativo; concebir lo absoluto es también concebir lo relativo como tal, y es, a continuación, percibir en lo absoluto las raíces de lo relativo y, en éste, los reflejos de lo absoluto.

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La vía es simple; es el hombre el que es complicado. Hay que combatir esta complicación del alma, o las dificultades que el alma experimenta o que ella crea, de tres maneras. En primer lugar, por la inteligencia: el hombre toma consciencia de la relatividad –y, por lo tanto, de la nada– de las cosas en función de la absolutidad de Dios. En segundo lugar, por la voluntad: el hombre pone el recuerdo de Dios –luego la consciencia de lo Real– en el lugar del mundo, o del ego, o de determinada dificultad del mundo o del ego. En tercer lugar, por la virtud: el hombre escapa al ego y a sus miserias retirándose en su Centro, en relación con el cual el ego es exterior como el mundo. Estas son las tres perfecciones o las tres normas. Perfección de la inteligencia; perfección de la voluntad; perfección del alma.

Cuando el alma ha reconocido que su ser verdadero está más allá de este núcleo fenoménico que es el ego empírico y se mantiene de buen grado en el Centro –y ésta es la virtud principal, la pobreza, o la autoanulación, o la humildad–, el ego ordinario se le aparece como exterior a su propia prolongación; tanto más cuanto que se siente en todas partes en la Mano de Dios.

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El fundamento de la vida espiritual, y por lo tanto la razón de ser de la vida sin más, es, por una parte, la verdad, o sea la certeza de lo Real supremo, que es el sumo Bien, y, por otra parte, la vía, o sea el deseo de la salvación, que es la felicidad suprema.

A estos dos imperativos se unen necesariamente dos cualidades o actitudes; la resignación a la voluntad de Dios y la confianza en la bondad de Dios. Estas cualidades, a su vez, implican otras dos virtudes: la gratitud y la generosidad. La gratitud hacia Dios es que apreciemos el valor de lo que Dios nos da, y de lo que nos ha dado desde que nacimos.

La gratitud hacia los hombres es que apreciemos el valor de lo que los demás nos dan, incluido lo que nos da la naturaleza que nos rodea; y estos dones coinciden en el fondo con los dones de Dios.

La generosidad hacia Dios –si se puede decir así– es que nos demos a Dios, y la quintaesencia de este don es la oración sincera y perseverante.

La generosidad hacia los hombres es que nos demos a los demás, por la caridad en todas sus formas.

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El deseo de vencer defectos porque soy «yo» quien los tiene es inoperante porque es del mismo orden que estos defectos. Todo defecto es, efectivamente, una forma de egoísmo, y hasta de orgullo.

Debemos tender hacia la perfección porque la comprendemos y, por consiguiente, la amamos, y no porque deseemos que nuestro «yo» sea perfecto. En otros términos: hay que amar y realizar un virtud porque es verdadera y bella, y no porque nos embellecería si la poseyéramos; y hay que detestar y combatir un defecto porque es falso y feo, y no porque es nuestro y nos afea. Es necesario que el cariz del esfuerzo esté determinado por el objeto del esfuerzo.

Hay que realizar las virtudes para que sean, y no para que sean «mías».

Uno puede entristecerse porque desagrada a Dios, pero no porque no es santo mientras que otros lo son.

Comprender una virtud es saber como realizarla; comprender un defecto es saber como vencerlo. Entristecerse porque uno no sabe como vencer un defecto es no comprender la naturaleza de la virtud correspondiente y es aspirar a ella por egoísmo. Ahora bien, la verdad está por encima del interés.

Tener una virtud es ante todo no tener el defecto que le es contrario, pues Dios nos ha creado virtuosos. Nos ha creado a su imagen; los defectos son sobreañadidos. Por lo demás, no somos nosotros quienes poseemos la virtud, es la virtud la que nos posee.

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La pobreza es no apegarse, en la existencia, ni al sujeto ni al objeto.

Se habla mucho de las ilusiones sutiles y de las seducciones que apartan al peregrino espiritual de la vía recta y provocan su caída. Pues bien, estas ilusiones no pueden seducir más que a aquel que desea algún provecho para sí mismo, tal como poderes o dignidades o gloria, o que desea goces interiores o visiones celestiales o voces, y así sucesivamente, o un conocimiento tangible de misterios divinos.

Pero aquel que en la oración no busca nada terrenal, de modo que le es indiferente el ser olvidado por el mundo, y que además no busca ninguna sensación, de modo que le indiferente no recibir nada sensible, aquél tiene la verdadera pobreza y no se le puede seducir.

En la verdadera pobreza no queda más que la existencia pura y simple, y ésta es en su esencia Ser, Consciencia y Beatitud. En la pobreza no le queda al hombre más que lo que es, luego todo lo que es.

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Son menos las mezquindades del mundo las que nos envenenan que el hecho de pensar demasiado en ellas. Nunca deberíamos perder consciencia de la luminosa y calma grandeza del Bien Supremo, la cual disuelve todos los nudos de este mundo.

El hecho de que determinado fenómeno que nos preocupa carezca de belleza no nos obliga a carecer de ella nosotros mismos; discernimiento no es mimetismo. Sin duda, debemos tomar nota de las disonancias de este mundo, pero debemos hacerlo teniendo en cuenta sus proporciones siempre relativas y sin perder contacto con la serenidad del Ser necesario. Esto, con toda evidencia, no tiene nada que ver con un falso desapego que descansa orgullosa e hipócritamente en errores e injusticias, olvidando que no hay derecho superior al de la verdad.

En espiritualidad, más que en cualquier otro terreno, es importante comprender que el carácter de una persona forma parte de su inteligencia: sin un buen carácter –un carácter normal, y por consiguiente noble– la inteligencia, aun metafísica, es en gran parte ineficaz. El carácter es, en primer lugar, lo que queremos, y en segundo lugar, lo que amamos; la inteligencia es sí es lo que conocemos, o lo que somos capaces de conocer. Y el conocimiento de lo que está fuera de nosotros va acompañado del conocimiento de nosotros mismos.

Por eso una calificación espiritual implica una calificación moral; la voluntad y el sentimiento son prolongaciones de la inteligencia, que es esencialmente la facultad de adecuación. La voluntad, en el plano espiritual, es la tendencia a la realización; el sentimiento es –en el mismo plano– la tendencia a amar lo que es objetivamente digno de amor: lo verdadero, lo santo, lo bello, lo noble.

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Para unos, sólo el olvido de lo bello –de la «carne» según ellos– nos acerca a Dios, lo que evidentemente es un punto de vista válido, en la práctica menos; según otros –y esta perspectiva es más profunda– la belleza sensible también acerca a Dios, con la doble condición de una contemplatividad que presiente los arquetipos a través de las formas y de una actividad espiritual interiorizante que elimina las formas con miras a la Esencia.

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El sentido de la belleza actualizado por la percepción visual o auditiva de lo bello, o por la manifestación corporal, ya sea estática o dinámica, de la belleza, equivale a un «recuerdo de Dios» si se encuentra en equilibrio con el «recuerdo de Dios» propiamente dicho, el cual, por el contrario, exige la extinción de lo perceptible. A la percepción sensible de lo bello debe responder, pues, la retirada hacia la fuente suprasensible de la belleza; la percepción de la teofanía sensible exige la interiorización unitiva.

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A nuestro alrededor está el mundo del estrépito y de la incertidumbre; y hay encuentros súbitos con lo sorprendente, lo incomprensible, lo absurdo, lo decepcionante. Pero estas cosas no tienen derecho a ser un problema para nosotros, aunque sólo fuera porque todo fenómeno tiene una causas, las conozcamos o no.

Sean cuales sean los fenómenos y sean cuales sean sus causas, siempre está Lo que es, y Lo que es se sitúa más allá del mundo del estrépito, de las contradicciones y de las decepciones. Esto no puede ser alterado ni disminuido por nada, y Esto es Verdad, Paz y Belleza. Nada lo puede empañar, y nadie puede quitárnoslo.

Sean cuales sean los ruidos del mundo o del alma, la Verdad será siempre la Verdad, la Paz será siempre la Paz y la Belleza será siempre la Belleza. Estas realidades son tangibles, están siempre a nuestro alcance inmediato; basta mirar hacia ellas y sumergirse en ellas. Son inherentes a la propia existencia; los accidentes pasan, la substancia permanece.

Deja al mundo ser lo que es y toma tu refugio en la Verdad, la Paz y la Belleza, en las cuales no hay ninguna duda ni ninguna tara.

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El hombre tiene derecho a no aceptar una injusticia, importante o menor, de parte de los hombres, pero no tiene derecho a no aceptarla como una prueba de parte de Dios. Tiene derecho –pues es humano– a sufrir por una injusticia en la medida en que no consiga situarse por encima de ella, pero tiene que hacer un esfuerzo para conseguirlo; en ningún caso tiene derecho a hundirse en un abismo de amargura, pues semejante actitud conduce al infierno.

El hombre no tiene interés en primer lugar en vencer una injusticia; tiene interés en primer lugar en salvar su alma y en ganar el Cielo. Por esto sería un mal negocio obtener justicia a costa de nuestros intereses últimos, ganar por el lado de lo temporal y perder por el lado de lo eterno; a lo que el hombre se arriesga gravemente cuando la preocupación por su derecho deteriora su carácter o refuerza sus defectos.

En caso de encuentro con el mal –y debemos a Dios y a nosotros mismos el mantenernos en la paz– podemos utilizar los argumentos siguientes.

En primer lugar, ningún mal puede invalidar el Bien Supremo ni debe perturbar nuestra relación con Dios; nunca debemos perder de vista, en contacto con el absurdo, los valores absolutos.

En segundo lugar, debemos tener consciencia de la necesidad metafísica del mal.

En tercer lugar, no perdamos nunca de vista los límites del mal ni su relatividad –vincit omnia veritas–.

En cuarto lugar, hay que resignarse, con toda evidencia, a la voluntad de Dios, es decir, a nuestro destino; el destino, por definición, es aquello a lo que no podemos escapar.

En quinto lugar –y esto resulta del argumento anterior–, Dios quiere probar nuestra fe, y por tanto también nuestra sinceridad, nuestra confianza y nuestra paciencia; por esto se habla de las «pruebas de la vida».

En sexto lugar, Dios no nos pedirá cuentas por lo que hacen los demás, ni por lo que nos ocurre sin que seamos responsables de ello; sólo nos pedirá cuentas por lo que hacemos nosotros mismos.

En séptimo lugar, por último, la felicidad no es par esta vida, sino para la otra; la perfección no es de este mundo, y la última palabra la tiene la Beatitud.

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Los dos grandes escollos de la vida terrestre son la exterioridad y la materia; o, más precisamente, la exterioridad desproporcionada y la materia corruptible. La exterioridad es la falta de equilibrio entre nuestra tendencia hacia las cosas exteriores y nuestra tendencia hacia lo interior; y la materia es la substancia inferior –inferior con respecto a nuestra naturaleza espiritual– en la que estamos encerrados en la tierra (en el cielo nuestra materia será transubstanciada).

Lo que se impone no es rechazar lo exterior sin admitir más que lo interior, sino realizar una relación hacia lo interior –una interioridad espiritual, precisamente– que prive a la exterioridad de su tiranía a la vez dispersante y compresiva y que, por el contrario, nos permita «ver a Dios en todas partes»; es decir, percibir en las cosas los símbolos y los arquetipos, integrar, en suma, lo exterior en lo interior y hacer de él un soporte de interioridad. La belleza, percibida por un alma espiritualmente interiorizada, es interiorizante.

En cuanto a la materia, lo que se impone no es negarla –si ello fuera posible–, sino sustraerse a su tiranía seductora; distinguir en ella lo que es arquetípico y puro de lo que es accidental e impuro; tratarla con nobleza y sobriedad.

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La vida no es, como creen los niños y los mundanos, una suerte de espacio lleno de posibilidades que se ofrecen a nuestro capricho; es un camino que se va estrechando desde el momento presente hasta la muerte. Al final de este camino está la muerte y el encuentro con Dios, y después la eternidad. Ahora bien, todas estas cualidades están ya presentes en la oración, en la actualidad intemporal de la Presencia divina.

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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéramos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

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Hay un hombre exterior y un hombre interior; el primero vive en el mundo y experimenta su influencia, mientras que el segundo mira hacia Dios y vive de la oración. Ahora bien, es necesario que el primero no se afirme en detrimento del segundo; es lo inverso lo que debe tener lugar. En vez de hinchar al hombre exterior y dejar morir al hombre interior, hay que dejar expandirse al hombre interior y confiar los cuidados del exterior a Dios.

Quien dice hombre exterior dice preocupaciones del mundo, o incluso mundanalidad; existe, en efecto, en todo hombre la tendencia a apegarse demasiado a tal o cual elemento de la vida pasajera, o de preocuparse demasiado por él, y el adversario se aprovecha de ello para causarnos perturbaciones. Existe también el deseo de ser más feliz de lo que se es, o el deseo de no sufrir injusticias incluso anodinas, o el deseo de comprenderlo todo siempre, o el deseo de no sufrir nunca una decepción; todo esto es mundanalidad sutil, a la que hay que responder con el desapego sereno, con la certidumbre principial e inicial de Lo único que importa, y después con la paciencia y la confianza. Cuando no viene ninguna ayuda del Cielo es porque se trata de una dificultad que podemos y debemos resolver con los medios que el Cielo ha puesto a nuestra disposición. De una manera absoluta, hay que encontrar la felicidad en la oración, es decir, hay que encontrar en ella suficiente felicidad como para no dejarnos turbar en exceso por las cosas del mundo, tanto más cuanto que las disonancias no pueden dejar de ser, siendo el mundo lo que es.

Existe el deseo de no sufrir injusticias o incluso, simplemente, de no ser perjudicado. Ahora bien, una de dos: o bien las injusticias resultan de nuestras faltas pasadas, y entonces nuestras pruebas agotan esta masa causal; o bien las injusticias resultan de nuestro carácter, y entonces nuestras pruebas lo manifiestan; en ambos casos hay que dar gracias a Dios e invocarlo con tanto más fervor, sin preocuparnos de la paja mundana. Hay que decirse también que la gracia de la oración compensa infinitamente todas las disonancias de las que podemos sufrir y que, en comparación con esta gracia, la desigualdad de los favores terrenos es una pura nada. No olvidemos nunca que una gracia infinita nos obliga a una gratitud infinita, y que la primera etapa de la gratitud es el sentido de las proporciones.

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Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro –es decir, pobre y sin hinchazón–, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéremos estar ante El, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

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La oración –en el sentido más amplio– triunfa sobre los cuatro accidentes de nuestra existencia: el mundo, la vida, el cuerpo, el alma; podríamos decir también: el espacio, el tiempo, la materia, el deseo. Se sitúa en la existencia como un refugio, como un islote. Sólo en ella somos perfectamente nosotros mismos, porque nos pone en presencia de Dios. Es como un diamante que nada puede empañar y al que nada se resiste.

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¿Qué es el mundo sino un flujo de formas, y qué es la vida sino una copa que, aparentemente, se vacía entre dos noches? ¿Y qué es la oración sino el único punto estable –hecho de paz y de luz– en este universo de sueño, y la puerta estrecha hacia todo lo que el mundo y la vida han buscado en vano?

En la vida de un hombre estas cuatro certezas lo son todo: el momento presente, la muerte, el encuentro con Dios, la eternidad. La muerte es una salida, un mundo que se cierra; el encuentro con Dios es como una abertura hacia una infinitud fulgurante e inmutable; la eternidad es una plenitud de ser en la pura luz; y el momento presente es, en nuestra duración, un lugar casi inasible en el que somos ya eternos –una gota de eternidad en el vaivén de las formas y las melodías–. La oración da al instante terrestre todo su peso de eternidad y su valor divino; es la santa barca que conduce, a través de la vida y de la muerte, hacia la otra orilla, hacia el silencio de luz, pero no es ella, en el fondo, quien atraviesa el tiempo repitiéndose, es el tiempo el que se detiene, por decirlo así, ante su unicidad ya celestial.

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El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo; él contiene, por ello, el universo, y el universo reza con él. Está en todas partes donde reza la naturaleza, reza con ella y en ella: en las cimas que tocan el vacío y la eternidad, en una flor que se abre, o en el canto perdido de un pájaro. Quién vive en la oración no ha vivido en vano.

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Anima Mundi es un blog cuya pretensión es la de invitar a los lectores del siglo XXI a conocer la tradición espiritual que ha nutrido a la humanidad. Recogemos textos de todos los tiempos y de todas las culturas cuyo nexo común es el de abrirse a la trascendencia, pues existe una corriente que hermana a las distintas religiones, más allá de sus diferencias aparentes.



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