Huxley y la filosofía perenne


Philosophia Perennis: la frase fue acuñada por Leibniz; pero la cosa —la metafísica que reconoce una divina Realidad en el mundo de las cosas, vidas y mentes; la psicología que encuentra en el alma algo similar a la divina Realidad, o aun idéntico a ella; la ética que pone la última finalidad del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todo el ser—, la cosa es inmemorial y universal. Pueden hallarse rudimentos de la Filosofía Perenne en las tradiciones de los pueblos primitivos en todas las regiones del mundo, y en sus formas plenamente desarrolladas tiene su lugar en cada una de las religiones superiores. Una versión de este Máximo Factor Común en todas las precedentes y subsiguientes teologías fue por primera vez escrita hace más de veinticinco siglos, y desde entonces el inagotable tema ha sido tratado una y otra vez desde el punto de vista de cada una de las tradiciones religiosas y en todos los principales idiomas de Asia y Europa. En las páginas que siguen he reunido cierto número de estos escritos, escogidos principalmente por su importancia —porque ilustraban eficazmente algún punto determinado en el sistema general de la Filosofía Perenne—, pero también por su intrínseca belleza y memorabilidad. Estas selecciones están dispuestas bajo diversos títulos e incrustadas, por decirlo así, en un comentario mío destinado a ilustrar y relacionar, a desarrollar y elucidar.

El conocimiento es una función del ser. Cuando hay un cambio en el ser del conociente, hay un cambio correspondiente en la naturaleza y la cuantía del conocimiento. Por ejemplo, el ser de un niño se transforma por el desarrollo y la educación en el de un hombre; entre los resultados de esta transformación está un cambio revolucionario en el modo de conocer y la cuantía y carácter de las cosas conocidas. A medida que el individuo crece, su conocimiento toma una forma más conceptual y sistemática, y su contenido factual, utilitario es enormemente aumentado. Pero estas ganancias se hallan contrapesadas por cierto deterioro en la calidad de la aprehensión inmediata, por un embotamiento y pérdida de poder intuitivo. O consideremos el cambio en su ser que el científico puede inducir mecánicamente por medio de sus instrumentos. Equipado con un espectroscopio y un reflector de sesenta pulgadas, un astrónomo llega a ser, en lo que concierne a su vista, una criatura sobrehumana; y, como naturalmente hay que suponer, el conocimiento que posee esta sobrehumana criatura es muy diferente, así en cantidad como en calidad, del que pueda adquirir un simple contemplador de estrellas con sus ojos meramente humanos.

Y no son los cambios fisiológicos o intelectuales del ser del conociente los únicos que afectan su conocimiento. Lo que sabemos depende también de lo que, como seres morales, decidimos hacer de nosotros mismos. "La práctica —según las palabras de William James— puede cambiar nuestro horizonte teórico, y puede hacerlo de doble modo: puede conducir a nuevos mundos y suscitar nuevos poderes. El conocimiento que nunca lograríamos permaneciendo lo que somos, acaso sea alcanzable en consecuencias de poderes más altos y una vida superior, que podamos lograr moralmente." Diciéndolo más sucintamente: "Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios. "Y la misma idea expresó el poeta sufí Jalal-uddin Rumí, en términos de metáfora científica: "El astrolabio de los misterios de Dios es el amor."

Este libro, lo repito, es una antología de la Filosofía Perenne; pero, con ser una antología, contiene pocas citas de escritos de literatos profesionales, y con ilustrar una filosofía, apenas nada de los filósofos de profesión. Ello obedece a una razón muy simple. La Filosofía Perenne se ocupa principalmente de la Realidad una, divina, inherente al múltiple mundo de las cosas, vidas y mentes. Pero la naturaleza de esta Realidades tal que no puede ser directa e inmediatamente aprehendida sino por aquellos que han decidido cumplir ciertas condiciones haciéndose amantes, puros de corazón y pobres de espíritu. ¿Por qué ha de ser así? No lo sabemos. Es uno de esos hechos que hay que aceptar, gústenos o no, y por implausibles e improbables que parezcan. Nada, en nuestra experiencia diaria, nos da razón alguna para suponer que el agua está compuesta de hidrógeno y oxígeno; sin embargo, cuando sometemos el agua a cierto tratamiento harto duro, se pone de manifiesto el carácter de sus elementos constitutivos.

Análogamente, nada, en nuestra experiencia diaria, nos da mucha razón de suponer que la mente del hombre sensual medio posea, como uno de sus ingredientes, algo que se parezca a la Realidad inherente al múltiple mundo o que sea idéntico a ella; sin embargo, cuando esa mente es sometida a cierto tratamiento harto duro, el divino elemento, de que, por lo menos en parte, está compuesta, se pone de manifiesto, no sólo para la mente misma sino también, por su reflejo en la conducta externa, para otras mentes. Sólo haciendo experimentos físicos podemos descubrir la naturaleza íntima de la materia y su poder latente. Y sólo haciendo experimentos psicológicos y morales podemos descubrir la naturaleza íntima del espíritu y su poder latente. En las circunstancias ordinarias de la vida sensual media, este poder continúa latente, no manifestado. Si queremos despertarlo, debemos cumplir ciertas condiciones y obedecer a ciertas reglas, cuya validez ha demostrado empíricamente la experiencia.

Respecto a pocos filósofos y literatos profesionales existen pruebas de que hicieran mucho por cumplir las condiciones necesarias para el conocimiento espiritual directo. Cuando poetas o metafísicas hablan del tema de la Filosofía Perenne, lo hacen generalmente de segunda mano. Pero en cada época ha habido algunos hombres y mujeres que han querido cumplir las únicas condiciones bajo las cuales, según lo demuestra la cruda experiencia, puede lograrse tal conocimiento inmediato, y algunos de ellos han dejado noticia de la Realidad que así pudieron aprehender, y han intentado relacionar en un amplio sistema de pensamiento los datos de esta experiencia con los datos de sus demás experiencias. A tales expositores, de primera mano, de la Filosofía Perenne, los que los conocieron les daban generalmente el nombre de "santo" o "profeta", "sabio" o "iluminado". Y principalmente a éstos, porque hay buena razón para suponer que sabían de lo que hablaban, y no a los filósofos o literatos profesionales, he acudido para mis selecciones.

En la India se reconocen dos clases de sagrada escritura: los Shruti, o escritos inspirados, autorizados de por sí, pues son resultado de una penetración inmediata en la Realidad última; y los Smriti que se fundan en los Shruti y sacan de ellos su autoridad. "El Shruti —dice Shankara— se basa en la percepción directa. El Smriti hace un papel análogo a la inducción, pues, como la inducción, saca su autoridad de una autoridad distinta de sí mismo." Este libro, pues, es una antología, con comentarios explicativos, de pasajes sacados de los Shruti y los Smriti de muchas épocas y lugares.

Infortunadamente, la familiaridad con los escritos tradicionalmente consagrados tiende a criar, no precisamente desdén, sino algo que, para los efectos prácticos es casi tan malo: a saber, una especie de reverente insensibilidad, un estupor del espíritu, una interna sordera al significado de las palabras sagradas. Por esta razón, al elegir el material para ilustrar las doctrinas de la Filosofía Perenne, según se formularon en Occidente, he acudido casi siempre a otras fuentes que la Biblia. Este Smriti cristiano al cual he recurrido se basa en el Shruti de los libros canónicos pero tiene la gran ventaja de ser menos conocido y por tanto, más vivido y, por así decirlo, más audible que ellos. Además, gran parte de este Smriti es obra de hombres y mujeres genuinamente santos que se pusieron en condiciones para saber de primera mano de lo que hablan. En consecuencia puede considerárselo como una forma de inspirado Shruti, válido de por sí, y ello en grado mucho más alto que muchos de los escritos actualmente comprendidos en el canon bíblico.

En los últimos años se han hecho varias tentativas para elaborar un sistema de teología empírica. Pero, pese a la sutileza y fuerza intelectual de escritores como Sorley, Omán y Tennant, el esfuerzo sólo ha logrado un éxito parcial. Aun en manos de sus más aptos expositores la teología empírica no es especialmente convincente. La razón, a mi parecer, debe buscarse en el hecho de que los teólogos empíricos han limitado su atención más o menos exclusivamente a la experiencia de aquellos que los teólogos de una escuela más vieja llamaban "los no regenerados" —esto es, la experiencia de personas que no avanzaron mucho en el cumplimiento de las condiciones necesarias para el conocimiento espiritual. Pero es un hecho, confirmado y reconfirmado durante dos o tres mil años de historia religiosa, que la Realidad última no es clara e inmediatamente aprehendida sino por aquellos que se hicieron amantes, puros de corazón y pobres de espíritu. Siendo ello así, apenas puede sorprendemos que una teología basada en la teología de personas correctas, ordinarias, no regeneradas sea tan poco convincente. Esta especie de teología empírica está precisamente en el mismo pie que una astronomía empírica basada en la experiencia de observadores a simple vista. Con ¡os ojos solos, puede descubrirse una pequeña, débil mancha en la constelación de Orion, y no cabe duda de que podría basarse una imponente teoría cosmológica en la observación de esta mancha. Pero tales teorizaciones, por ingeniosas que fuesen, nunca podrían decimos tanto sobre las nebulosas galácticas y extragalácticas como el trato directo mediante un buen telescopio, la cámara fotográfica y el espectroscopio. Análogamente, ninguna teorización acerca de los indicios que puedan oscuramente atisbarse dentro de la experiencia ordinaria, no regenerada, del múltiple mundo puede decirnos tanto acerca de la divina Realidad como puede aprehender directamente un espíritu en estado de desprendimiento, caridad y humildad. La ciencia natural es empírica; pero no se limita a la experiencia de seres humanos en su condición meramente humana, no modificada. Dios solo sabe por qué los teólogos empíricos han de creerse obligados a someterse a tal desventaja. Y, por supuesto, mientras confinen la experiencia empírica en estos límites tan excesivamente humanos, están condenados a la perpetua frustración de sus mejores esfuerzos. Del material que ha querido considerar, ninguna mente, aun brillantemente dotada, puede inferir más que un juego de posibilidades o, en el mejor caso de especiosas probabilidades. La certidumbre, válida de por sí, de la visión directa no puede, por lanaturaleza misma de las cosas, ser conseguida sino por aquellos que están equipados con "el astrolabio de los misterios de Dios". Si uno mismo no es sabio ni santo, lo mejor que puede hacer, en el campo de la metafísica, es estudiar las obras de los que lo fueron y que, por haber modificado su modo de ser meramente humanó, fueron capaces de una clase y una cuantía de conocimiento más que meramente humanas.

(Prólogo de la obra, en la traducción de C.A. Jornada 
publicada por Editorial Sudamericana en 1947)

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