Nicolás Gómez Dávila (1913–1994) fue un escritor y filósofo colombiano, uno de los críticos más radicales de la modernidad. Alcanzó reconocimiento internacional solo unos años antes de su fallecimiento, gracias a las traducciones alemanas de algunas de sus obras. Católico y de principios profundos, su obra es una crítica abierta a ciertas expresiones de la «modernidad» y, para algunos, a las ideologías marxistas, y a algunas manifestaciones de la democracia y al liberalismo, por la decadencia y la corrupción que abrigan. Sus aforismos (a los que denominaba «escolios») están cargados de una ironía corrosiva, de inteligencia y de profundas paradojas. Conocedor a fondo de la tradición filosófica antigua y moderna, desde Platón a Heidegger, que estudió en sus lenguas originales, de los grandes debates de la teología occidental, admirador de la literatura francesa clásica y lector de numerosas obras críticas sobre la historia moderna que se encuentran en su biblioteca personal, la obra de Gómez Dávila abarca prácticamente todos los temas relevantes de la filosofía, destacándose sus preocupaciones estéticas y su filosofía de los valores, esenciales en su crítica antropológica a las ideas metafísicas y teológicas de la modernidad. Difícilmente clasificable en categorías que su misma filosofía ponía en cuestión, Gómez Dávila se declaró a sí mismo un "reaccionario auténtico", categoría que él mismo distingue de posturas meramente "conservadoras", "integristas" o nostálgicas". La obra de Gómez Dávila consta de dos libros en prosa discursiva (Notas y Textos I) y tres volúmenes de aforismos, Escolios a un texto implícito, Nuevos escolios a un texto implícito y Sucesivos escolios a un texto implícito. Los aforismos que han reproducimos han sido espigados de entre sus libros.
Nuestra última esperanza está en la injusticia de Dios.
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Para Dios no hay sino individuos.
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Todo fin diferente de Dios nos deshonra.
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Dios es la substancia de lo que amamos.
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La sabiduría se reduce a no enseñarle a Dios cómo se deben hacer las cosas.
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Depender sólo de la voluntad de Dios es nuestra verdadera autonomía.
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El hombre no crea sus dioses a su imagen y semejanza, sino se concibe a la imagen y semejanza de los dioses en que cree.
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Si Dios fuese conclusión de un raciocinio, no sentiría necesidad de adorarlo. Pero Dios no es sólo la substancia de lo que espero, sino la substancia de lo que vivo.
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Ser capaces de amar algo distinto de Dios demuestra nuestra mediocridad indeleble.
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No debemos concluir que todo es permitido, si Dios no existe, sino que nada importa. Los permisos resultan irrisorios cuando los significados se anulan.
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El máximo error moderno no es anunciar que Dios murió, sino creer que el diablo ha muerto.
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Para desafiar a Dios el hombre infla su vacío.
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El historiador de las religiones debe aprender que los dioses no se parecen a las fuerzas de la naturaleza sino las fuerzas de la naturaleza a los dioses.
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A la Biblia no la inspiró un Dios ventrílocuo. La voz divina atraviesa el texto sacro como un viento de tempestad el follaje de la selva.
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Lo que aleja de Dios no es la sensualidad, sino la abstracción.
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Amar es comprender la razón que tuvo Dios para crear a lo que amamos.
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El progreso es el azote que nos escogió Dios.
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El verdadero talento consiste en no independizarse de Dios.
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El profeta bíblico no es augur del futuro, sino testigo de la presencia de Dios en la historia.
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Un pensamiento católico no descansa, mientras no ordene el coro de los héroes y los dioses en torno a Cristo.
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La Biblia no es la voz de Dios, sino la del hombre que lo encuentra.
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En ciertos instantes colmados Dios desborda en el mundo, como una fuente repentina en la paz del mediodía.
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Dios no es objeto de mi razón, ni de mi sensibilidad, sino de mi ser.
Dios existe para mí en el mismo acto en que existo.
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Dios es el estorbo del hombre moderno.
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El cristiano moderno no pide que Dios lo perdone, sino que admita que el pecado no existe.
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Muchos aman al hombre sólo para olvidar a Dios con la conciencia tranquila.
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Los dioses no castigan la búsqueda de la felicidad, sino la ambición de forjarla con nuestras propias manos. Sólo es lícito el anhelo de lo gratuito, de lo que no depende en nada de nosotros. Simple huella de un ángel que se posa un instante sobre el polvo de nuestro corazón.
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La muerte de Dios es opinión interesante, pero que no afecta a Dios.
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Dios no pide nuestra “colaboración”, sino nuestra humildad.
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El tráfago moderno no dificulta creer en Dios, pero imposibilita sentirlo.
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La vida religiosa comienza cuando descubrimos que Dios no es postulado de la ética, sino la única aventura en que vale la pena arriesgarnos.
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El hombre moderno no expulsa a Dios para asumir la responsabilidad del mundo. Sino para no tener que asumirla.
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Dios es el término con que le notificamos al universo que no es todo.
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No acusemos al moderno de haber matado a Dios. Ese crimen no está a su alcance. Sino de haber matado a los dioses. Dios sigueintacto, pero el universo se marchita y se pudre porque los dioses subalternos perecieron.
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La poesía es la huella dactilar de Dios en la arcilla humana.
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La fe en Dios no resuelve los problemas, pero los vuelve irrisorios.
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La serenidad del creyente no es presunción de ciencia, sino plenitud de confianza.
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Dios es la región a donde llega finalmente el que camina hacia delante. El que no camina en órbita.
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El individualismo religioso olvida al prójimo, el comunitarismo olvida a Dios. Siempre es más grave error el segundo.
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Tan grande es la distancia entre Dios y la inteligencia humana que sólo una teología infantil no es pueril.
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Dios es la verdad de todas las ilusiones.
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El predicador del reino de Dios cuando no es Cristo el que predica, acaba predicando el reino del hombre.
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No es imposible que en los batallones clericales al servicio del hombre todavía se infiltren algunos quintacolumnistas de Dios.
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El mejor paliativo de la angustia es la convicción de que Dios tiene sentido del humor.
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No apelar a Dios, sino a su justicia, nos lleva fatalmente a emplazarlo ante el tribunal de nuestros prejuicios.
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Jesucristo no lograría hoy que lo escucharan, predicando como hijo de Dios, sino como hijo de carpintero.
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Toda obra de arte nos habla de Dios. Diga lo que diga.
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Si creemos en Dios no debemos decir: Creo en Dios, sino: Dios cree en mí.
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Las soluciones que el hombre encuentra resultan siempre menos interesantes que los problemas. Las únicas soluciones interesantes son las que Dios se reserva.
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Si confiamos en Dios, ni nuestro propio triunfo debe espantarnos.
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Depender de Dios es el ser del ser.
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Nada más bufo que aducir nombres de creyentes ilustres como certificados de existencia de Dios.
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Dios nos preserve de la pureza, en todos los campos. De la madre del terrorismo político, del sectarismo religioso, de la inclemencia ética, de la esterilidad estética, de la bobería filosófica.
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Dios inventó las herramientas, el diablo las máquinas.
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Con sexo y violencia no se reemplaza la trascendencia exiliada. Ni el diablo le queda al que pierde a Dios.
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Cuando el objeto pierde su plenitud sensual para convertirse en instrumento o en signo, la realidad se desvanece y Dios se esfuma.
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La historia moderna es el diálogo entre dos hombres, uno que cree en Dios, otro que se cree dios.
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Tan sólo para Dios somos irreemplazables.
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No invocamos a Dios como reos, sino como tierras sedientas.
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Más de un presunto “problema teológico” proviene sólo del poco respeto con que Dios trata nuestros prejuicios.
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Dios es esa sensación inanalizable de seguridad a nuestra espalda.
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La ausencia de Dios no le abre paso a lo trágico sino a lo sórdido.
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Dios acaba de parásito en las almas donde predomina la ética.
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Lo difícil no es creer en Dios, sino creer que le importemos.
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Porque sabemos que el individuo le importa a Dios, no olvidemos que la humanidad parece importarle poco.
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Si pudiéramos demostrar la existencia de Dios, todo se habría sometido al fin a la soberanía del hombre.
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La pasividad de las cosas nos engaña: nada manipulamos con descaro sin herir a un dios.
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La humanidad es el único dios totalmente falso.
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Creo más en la sonrisa que en la cólera de Dios.
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La historia del cristianismo sería sospechosamente humana, si no fuese aventura de un dios encarnado. El cristianismo asume la miseria de la historia, como Cristo la del hombre.
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Los hombres no se proclaman iguales porque se creen hijos de Dios, sino cuando se creen partícipes de la divinidad.
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El profeta no es confidente de Dios, sino harapo sacudido por borrascas sagradas.
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Entre el hombre y la nada se atraviesa la sombra de Dios.
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El ateo se consagra menos a verificar la inexistencia de Dios que a prohibirle que exista.
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Quien se atreve a pedir que el instante se detenga y que el tiempo suspenda su vuelo se rinde a Dios; quien celebra futuras armonías se vende al diablo.
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La voz de Dios no repercute hoy entre peñascos, truena en los porcentajes de las encuestas sobre opinión pública.
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El ateismo democrático no disputa la existencia de Dios, sino su identidad.
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El moderno se ingenia con astucia para no presentar su teología directamente, sino mediante nociones profanas que la impliquen. Evita anunciarle al hombre su divinidad, pero le propone metas que sólo un dios alcanzaría o bien proclama que la esencia humana tiene derechos que la suponen divina.
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Cuando el teólogo explica el porqué de algún acto de Dios, el oyente oscila entre indignación e hilaridad.
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A la trivialización que invade el mundo podemos oponernos resucitando a Dios por retaguardia.
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El corazón no se rebela contra la voluntad de Dios, sino contra los “porqués” que se atreven a atribuirle.
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No debemos creer en el Dios del teólogo sino cuando se parece al Dios que invoca la angustia.
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“Reino de Dios” no es el nombre cristiano de un paraíso futurista.
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Debemos acoger toda ventura, sin temor pagano ni presunción imbécil. Serenidad perfecta del instante en que parece que nos ligara a Dios una complicidad incomprensible.
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La serenidad es el estado de ánimo del que encargó a Dios, una vez por todas, de todas las cosas.
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Sólo Dios y el punto central de mi conciencia no me son adventicios.
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El estudio psicológico de las conversiones sólo produce flores de retórica. Las sendas de Dios son secretas.
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La soledad que hiela no es la carente de vecinos, sino la desertada por Dios.
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El cristianismo completa el paganismo agregando al temor a lo divino la confianza en Dios.
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Abundan los que se creen enemigos de Dios y sólo alcanzan a serlo del sacristán.
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El subjetivismo es la garantía que el hombre se inventa cuando deja de creer en Dios.
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El que no busca a Dios en el fondo de su alma, no encuentra allí sino fango.
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Hablar sobre Dios es presuntuoso, no hablar de Dios es imbécil.
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El hombre solamente es importante si es verdad que un Dios ha muerto por él.
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No viviría ni una fracción de segundo si dejara de sentir el amparo de la existencia de Dios.
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Dios no muere, pero desgraciadamente para el hombre los dioses subalternos como el pudor, el honor, la dignidad, la decencia, han perecido.
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Los acontecimientos históricos dejan de ser interesantes a medida que sus participantes se acostumbran a juzgar todo con categorías puramente laicas. Sin la intervención de dioses todo se vuelve aburrido.
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El clero moderno cree poder acercar mejor el hombre a Cristo, insistiendo sobre la humanidad de Jesús. Olvidando así que no confiamos en Cristo porque es hombre, sino porque es Dios.
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Si no se cree en Dios, lo único honesto es el utilitarismo vulgar. Lo demás es retórica.
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Lo importante no es que el hombre crea en la existencia de Dios, lo importante es que Dios exista.
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El rival de Dios no es nunca la creatura concreta que amamos. Lo que termina en apóstasis es la veneración del hombre, el culto de la humanidad.
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En las tiniebla del mal la inteligencia es el postrer reflejo de Dios, el reflejo que nos persigue con porfía, el reflejo que no se extingue sino en la última frontera.
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Anima Mundi es un blog cuya pretensión es la de invitar a los lectores del siglo XXI a conocer la tradición espiritual que ha nutrido a la humanidad desde que se tiene noticia. Recogemos textos de todos los tiempos y de todas las culturas cuyo nexo común es el de abrirse a la trascendencia, pues existe una corriente que hermana a las distintas religiones, más allá de sus diferencias aparentes.
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